«No hay espectáculo más hermoso que la mirada de un niño que lee«.
Günter Grass
Durante el último mes viajé de lunes a viernes al Complejo Cultural Los Pinos para impartir mi taller de animación a la lectura para mamás y bebés, con tantas vicisitudes que, si se las platico, pienso que no creerían la mitad. Y antes de que empiecen a juzgarme y dejen de leer, permítanme arengar en mi defensa. Pareciera una contradicción perder un empleo por negarme a viajar a Ciudad de México y un año después hacerlo sin más por un pequeño contrato de unos días; sin embargo, y sé que no soy la única en una situación similar, sostuve la cuarentena tanto como pude, seis meses sin empleo y ahora tengo deudas para los próximos seis años, eso sin contar que voy reuniendo lo del día a día desde hace meses.
El aspecto económico es algo importante, pero a mí me mueve el corazón, y acepté, sobre todo, porque esto me llena el alma. Además, decidí llevar al curso de verano a mi hija porque, cuando me presentaron a los demás talleristas, se me cayó la quijada al escuchar sobre sus formaciones y sus trayectorias; definitivamente sería una oportunidad difícil de igualar. Los que me conocen saben que yo soy toda emoción y que cuidar mi salud mental es tanto o más importante que la física, así que también lo necesitaba.
Me siento honrada y privilegiada de haber sido convocada a trabajar a este recinto. Los Pinos, para quien no tenga noticia, fue la residencia presidencial durante 80 años, por décadas consumió recursos públicos no en abundancia, sino en un extremo ofensivo. Mi abuelo solía decir que es penoso ser pobre en un país de ricos, pero vergonzoso ser rico en un país de pobres, y que el mandatario en un gobierno democrático de un pueblo empobrecido viva como rey es digno de escarnio.
Hoy, gracias al actual presidente de México, el licenciado Andrés Manuel López Obrador, este recinto es público y abierto; transformado en un complejo cultural, su habilitación es parte de un megaproyecto para atender el bosque de Chapultepec, pulmón de la gran urbe. Caminar por sus edificios y jardines, sobre todo visitar la Casa Lázaro Cárdenas, convertida en un museo en honor a tan dingo político, hace pensar en la forma en que se fueron corrompiendo los más altos ideales de democracia y desarrollo social que nos heredó la Revolución mexicana, la primera revolución socialista de América.
Conforme pasaron los días de mi estadía, pensé tanto en mis abuelos. Primero los paternos, que ya no están aquí, pero me dejaron un legado que atesoro y que vino a hacerse patente como nunca. Con lágrimas en los ojos le conté a mi hija como mi abuelo le tenía una gratitud inmensa al presidente Lázaro Cárdenas por haberlo recibido en este país y darle una nueva patria en adopción. Mi abuelo, Manuel González, retribuyó este gesto con trabajo arduo, honesto y formando una familia que, al menos me gusta creer, sostiene con firmeza los valores democráticos.
Mi abuela venía a mi mente a cada momento durante desarrollo del taller, pues si algo puedo decir que me inició en la lectura en la primera infancia son los cuentos que ella me contaba, sus coplas y rimas, que están grabadas en mi memoria como si no hubieran pasado más de 30 años desde que las escuché. Además, he de contarles que hasta hace poco tiempo yo no sabía ni coser ni bordar, arte, este último, al que me aboqué durante la cuarentena como tarea terapéutica y también como un pendiente con mi historia familiar. Mi abuela fue sastre, ella me enseñó a pegar botones y no mucho más, era vieja cuando la conocí. Nadie nunca me volvió a enseñar a hacer algo con la aguja hasta hace unos días, cuando Daniela Flores compartió generosamente sus conocimientos conmigo.
Por su lado, mis abuelos maternos, con quienes aún tengo la dicha de compartir la vida, llenaron de sentido mis imaginarios infantiles. Siendo originarios de Lerma, me comparten la forma de vivir de este entorno semirrural y me colman de historias sobre como debió ser el paisaje de este lugar, espejos de agua a todo alrededor, aves temporaleñas, alimento en abundancia con sólo meter el sombrero en la ciénega. El paraíso en la tierra. Estos paisajes han desaparecido a merced del desarrollo industrial y el crecimiento de la mancha urbana hasta ser reducidos a nada. Nuestra madre llora con este desastre ecológico y justo en estas épocas del año inunda poblados, incomodando a los hombres, porque el agua siempre encuentra su curso. Ahora debo esperar mi prueba de covid para correr a abrazar a mis abuelitos mientras sigan aquí.
Así, pues, Rana Cantarrana se fue a vivir su aventura en Los Pinos. El primer libro reproducible de Anchane Cartonera es la materialización de un sueño de hace seis años, en los que el fenómeno cartonero se ha seguido expandiendo por el orbe; aunque he de decirles que muchos de mis colegas profesionales de la edición aún siguen sin concederle la mínima atención; no son verdaderas ediciones, dicen, son manualidades, es basura. Para mí son democratización de la lectura, del arte y construcción de la memoria.
De eso se trata mi taller justamente. Conmover a los padres en la consciencia de lo trascendente que es la construcción de la memoria familiar y colectiva, no sólo para formar lectores, sino para imaginar el mundo que deseamos crear. Aunque me vengan a decir que mis talleres deben ser sólo monólogos catárticos (púdrete, Abraham Rodríguez), en este especialmente me entrego toda por entero. Y detrás de mí siento que sonríen complacidos mis maestros José Martí, Paulo Freire y José Vasconcelos, y también se alegran María Montessori y Anton Makarenko (quizá esto último les suene un poco megalómano, pero es que las teorías y los trabajos de estos grandes pedagogos también construyen mi memoria y son, entonces, parte del taller).
Me resulta simbólico también que el curso haya terminado justamente el 13 de agosto, día de la conmemoración de 500 años de la caída de México-Tenochtitlán. Como bien han de saber, son diletante de la historia antigua, de la arqueología y de la antropología, así que ya ahí, vi la ocasión de llevar a la avecilla al Museo Nacional de Antropología e Historia, momento con el que soñaba desde antes que ella naciera. Fui muy dichosa, ella se entretuvo y en unos días la puse al corriente en la asignatura de Historia y cubrí los programas de primero a cuarto grado (tiene seis años).
Su momento feliz fue ver a los voladores de Papantla, nuestro amigo Jair Montaño le regaló un juguete hace tres años que le encanta y hasta ahora sólo escuchaba relatos y había visto videos. Su asombro fue maravilloso. Mi momento más dichoso duró apenas un instante, frente al monolito de Coatlicue, la pude mostrar a mi hija y decirle: “esa es nuestra madre”. Al otro día mi hija me preguntaba por las vías del nuevo tren, el estrés evidente del bosque y completé la lección al explicarle que nuestra madre se encargará de restituir el orden dentro de poco tiempo cuando extinga a los humanos, porque la naturaleza es así, feroz y agreste, como Coatlicue con sus serpientes, sus fauces y sus garras.
Así que esta es la crónica de cómo se me alivió el corazón y se me restituyó lo esperanza. Adelante y sin miedo para reconstruir sobre los estragos que nos está dejando esta pandemia. Mi eterna gratitud a quienes me invitaron, servidoras públicas comprometidas, a aquellos con quienes tuve el honor de trabajar hombro con hombro (a menudo me cuestionaba si yo estaría a la altura de ese equipazo), y a quienes me acompañaron en el taller, las familias criando bebés: todo este esfuerzo fue para ustedes, por sus hijos, ahora tienen el reto y el deber de continuar con la tarea de amarlos infinitamente y mostrarles el amor por la humanidad.
Gracias, gracias, gracias.